Cuando arreglé los primeros asuntillos me di perfecta cuenta de mi candor al creer que las pesetas que traía en el bolso habrían de bastarme para llegar a América. ¡Jamás hasta entonces se me había ocurrido pensar lo caro que resultaba un viaje por mar! Fui a la agencia, pregunté en una ventanilla, de donde me mandaron a preguntar a otra, esperé en una cola que duró, por lo bajo, tres horas, y cuando me acerqué hasta el empleado y quise empezar a inquirir sobre cuál destino me sería más conveniente y cuánto dinero había de costarme, él –sin soltar palabra dio media vuelta para volver al punto con un papel en la mano. Itinerarios... tarifas... Salidas de La Coruña los días 5 y 20. Yo intenté persuadirle de que lo que quería era hablar con él de mi viaje, pero fue inútil. Me cortó con una sequedad que me dejó desorientado. No insista.
Me marché con mi itinerario y mi tarifa y guardando en la memoria los días de las salidas. ¡Qué remedio! En la casa donde vivía, estaba también alojado un sargento de artillería que se ofreció a descifrarme lo que decían los papeles que me dieron en la agencia, y en cuanto me habló del precio y de las condiciones de pago se me cayó el alma a los pies cuando calculé que no tenía ni para la mitad. El problema que se me presentaba no era pequeño y yo no le encontraba solución. El sargento, que se llamaba Adrián Nogueira, me animaba mucho –él también había estado allá y me hablaba constantemente de La Habana y hasta de Nueva York. Yo ¿para qué ocultarlo? lo escuchaba como embobado y con una envidia como a nadie se la tuve jamás, pero como veía que con su charla lo único que ganaba era alargarme los dientes, le rogué un día que no siguiera porque ya mi propósito de quedarme en el país estaba hecho.
Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte
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